De pronto, la verdad

 


DE PRONTO, LA VERDAD

Se levantó de la mesa, miró a su padre y se marchó a la cocina. Tenía una mancha de sangre entre los dedos y necesitaba apoyarse en la encimera y buscar aire porque sentía que en el salón no había oxígeno y porque su padre le acababa de preguntar por su madre. Él, como siempre, le había respondido con lo de la tía Elvira.

—Ay, Dios mío, ¿qué va a ser de papá? —sollozó.

Volvió a marcar el número de Enriqueta. De nuevo el buzón de voz.

Tomás era un tipo alto, con cuerpo de dinosaurio recién comido y brazos como sogas de amarrar buques. Pero sabía llorar. Su hermana Enriqueta, antes de largarse con el equilibrista, le decía casi a diario que los hombres son tan estúpidos que no saben ni llorar. ¡Qué poco lo conocía! Meses después, llegó la enfermedad a la cabeza de su padre y, aunque avanzaba muy despacio, Tomás fue aprendiendo a soltar lágrimas en la cocina. La vida se le había puesto tan gris que se había ido entrenando en el difícil arte del llanto sin que se dieran cuenta sus padres.

—¿Esta semana tan poco vas a trabajar? —le preguntaba la madre cuando todavía estaba viva.

Tomás respondía entonces con una historia de cambios de turnos y de vacaciones pagadas. Cuatro meses, cuatro meses de mentiras para que ellos no sufrieran.

El día que volvió a casa de la cola del paro y encontró a su madre colgada por el cuello, él se imaginó que era un ángel dormido. Luego, el funeral, el entierro… Enriqueta no se había acercado ni siquiera a su padre ni a los primos que habían venido de Badajoz. Cuando regresaban al piso, oyó por la escalera al vecino del segundo. El muy cínico estaba discutiendo con su esposa:

—¿Quién eres tú para ir al entierro de una suicida? ¿Es que te has vuelto loca?

Luego vería las fotos y lo entendería todo.

Aquel mismo día el padre de Tomás se olvidó de que ya no estaba su mujer. Algunas mañanas se acordaba de pronto y le preguntaba por ella y el hijo le contestaba que estaba pasando unos días con su hermana Elvira, la que vivía en Granada. Se mordía los labios cuando se lo contaba, porque temía que el padre se diera cuenta de que la tía Elvira había muerto hacía ya quince años.

Tomás, el del enorme cuerpo, estaba llorando. Le temblaban las manos y descubrió que también tenía un poco de sangre en los bajos del pantalón. Dentro de poco vendría la policía, se lo llevaría y ya no sabía lo que iba a ser de su padre. Pensaba que aquel anciano no se merecía todo aquello, siempre luchando para sacar a sus hijos adelante.

Lo de la madre fue un acto de cobardía. Sí, Tomás no se podía haber imaginado jamás que su madre tuviera un amante y se derritió de asco y de vergüenza cuando encontró, aquella mañana, las imágenes del móvil de su madre. Lloró. Lloró con rabia, apretó los puños y se mordió los labios.

Pero Tomás, que había visto la cara del vecino del segundo, recordó que tenía un bate de béisbol en el trastero y se puso a jugar con aquel palo. Esta vez, con la cabeza de aquel cabrón. Tomás comprendió lo que había pasado por los mensajes que leyó en el teléfono de su madre; ahí estaba todo: el chantaje, la podredumbre de aquel tipo, las amenazas.

Antes de que llamaran a la puerta ya había puesto un WhatsApp a Enriqueta: «Tienes que cuidar de papá, porque se va a quedar solo», decía.

Como siempre, su hermana no contestaba.

Como siempre, Tomás estaba solo.

 

© Guillermo Arquillos 17.03.25

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