LO QUE NO DEBE SABERSE

 


LO QUE NO DEBE SABERSE


No lo podía creer: aquel jinete era su hermano. La chica se había imaginado que nunca volvería a verlo, que la dejaría en paz para siempre; pero lo cierto es que allí estaba, en su busca. Su propio hermano. Seguramente le habría vendido al marqués la noticia de su huida a cambio del caballo y de una buena bolsa de oro.

En dos días su mundo se había desmoronado por completo. El marqués la había desposado en una ceremonia fastuosa; ninguna campesina había tenido jamás una boda así. Los amigos del noble le dijeron a su padre que el señor marqués se había encaprichado de esta hija y la cubrieron de joyas y sedas. Durante unas horas, la chica había llegado a ser la mujer del hombre más rico de la zona. Era algo totalmente inaudito, impensable.

Pero luego, en mitad de la noche de bodas, la devolvieron a la aldea. La trajeron en un carruaje pequeño y discreto. La habían sacado del castillo sin dar explicaciones; le habían arrebatado las joyas, el vestido nupcial y hasta los postizos del cabello. Traía a su casa la prohibición de contar nada de lo sucedido en el dormitorio del ala oeste, el que habían amueblado los amigos del marqués para que se abandonara a los placeres de su matrimonio.

Al llegar, los cascos de los caballos despertaron a las comadres y algunas ventanas se entreabrieron. Ella volvía descalza, casi desnuda, envuelta en una manta.

—Marieta, ¿por qué ha traído a la niña? —preguntaron las vecinas a la madre en cuanto amaneció—. ¿Es acaso porque no ha complacido en la alcoba al señor marqués?

Marieta agachó la cabeza.

Esa misma mañana, el padre y los dos hermanos se reunieron para decidir qué hacer con ella. Al final, el hermano mayor zanjó la cuestión:

—Irás al convento, niña, a la clausura —dijo—. Te quedarás allí el resto de tu vida.

Pero ella, desafiante y sin abrir la boca, negó con la cabeza. La bofetada de su hermano hizo que se tambaleara y estuviera a punto de caer.

—Haces bien, Daniel —dijo el padre—. No se puede consentir la insolencia de esta hija.

El hermano menor desvió la mirada y arrugó la frente. Después miró fijamente a su hermana y se le humedecieron los ojos.

A media mañana llegó un emisario, traía una bolsa repleta y un mensaje.

«Haced lo que os plazca con la chica. El matrimonio no se ha consumado, de modo que no estamos casados. Si respetáis mi nombre y hacéis que se respete, yo os colmaré de oro; pero cualquier chisme os costará la vida. Palabra del marqués, vuestro amo y señor natural».

Las horas se alargaron durante toda la tarde: la metieron en su cuarto y la encerraron. Al día siguiente la llevarían al convento. Sin embargo, ella no esperó; en cuanto pudo, en medio de la noche, se escapó por la ventana.

Corrió, corrió sin luz, con el corazón desbocado, con el frío mordiendo su cara y sus huesos. Tenía que irse lejos de su casa, no importaba a dónde fuera. Si la encontraban, la enterrarían viva en aquel maldito lugar. O quizá algo peor.

De pronto se oyeron los cascos de un caballo. Se agazapó entre los arbustos y contuvo la respiración. La silueta del jinete se recortaba contra el amanecer: era su hermano mayor.

El marqués le había dado un caballo y él no dudaría en llevársela de vuelta. Cerró los ojos, se abrazó las rodillas. No la encontraría. No, no podía permitir que la encontrara.

Ella no tenía la culpa de que el marqués fuera impotente. Tampoco de que la risa se le escapara sin querer, no pudo evitarlo. Al fin y al cabo, ¿para qué había cedido ante los amigos que insistieron en que se casara? ¿Acaso pensaba que ella guardaría silencio para siempre solo porque era una pobre campesina?

Recordó al marqués llorando, luego encolerizado. Miró al horizonte y sonrió.

Sin hacer ningún ruido, esperó a que el caballo de su hermano pasara de largo.

 

© Guillermo Arquillos 18.02.25

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

PEQUEÑA ESPINA

El favorcito

LA PRINCESA DE LAS AFUERAS