A QUINIENTOS EL MILAGRO
A
QUINIENTOS EL MILAGRO
Llegué al
bar Finlandia,
el de mi amigo Ernesto. El dueño anterior era un guiri que se largó cabreado,
entre insultos, porque no
pillaba el sentido del humor de la gente del barrio. Ernesto, en cambio, tiene
la pachorra del que ha visto de todo y al que ya nada le sorprende.
Necesitaba
ayuda: mi hija, de solo siete años, llevaba meses sin comer ni pizca. No es que
fuera caprichosa ni que tuviera manías con la comida. Simplemente, era que no
comía; y, claro, se nos iba apagando poco a poco. El médico, pobre hombre, no
encontraba ninguna enfermedad. Nos mandaba vitaminas, suplementos, trucos de
alimentación…, pero nada funcionaba.
Así que fui
al Finlandia a reunirme con un curandero.
—¿Tú qué
sabes de ese Remigio? —le pregunté a Ernesto mientras me ponía un vermú.
—Ese es un
timador de los buenos. Te vende agua de un charco y te garantiza que te cura,
aunque tengas un cáncer. Ya verás que fiera está hecho.
—Vaya, lo
que me temía.
Ernesto se
me quedó mirando:
—¿Y tú qué leche
quieres comprarle?
—Un remedio
pá mi hija…
—Pues ándate
con ojo, tío, que te va a sacar lo que no tienes; no se puede ir de buena
persona por el mundo.
Remigio
llegó tarde, con esa calma de los que están convencidos de que el tiempo ajeno no
vale ni un céntimo. Era un hombre de
barriga monumental y cara de máscara de cabezudo. Tenía seis u ocho pendientes
en cada oreja, una camisa negra abierta hasta el ombligo y la piel colorada,
como si acabara de salir de una sauna.
—Tiés que
hacéh lo que yo te diga —fue lo primero que me soltó. Lo repitió tres
veces. Yo creo que quería hipnotizarme.
Sacó un
frasquito del bolsillo y lo puso en la mesa.
—Treinta
gotitas cada mañana, con los cereales. En una semana estará comiendo como un
camionero en pleno invierno.
Miré aquella
cosa, no me daba buena espina. Miré después a los ojos de Remigio:
—¿Y eso qué demonios
es? —le pregunté.
—Mi propia
fórmula. Es infalible, ya te digo.
—¿Y por
cuánto me va a salir la gracia?
Se rascó la
papada, sonrió con su enorme boca, que parecía hecha para morder, y dijo:
—Quinientos el frasco. Pero como veo
que estás jodido, llévate una muestra gratis.
Probé las
gotas con la niña y, al día siguiente, comió mejor. De todas formas, no me
fiaba, así que las llevé a que las analizara un primo que trabaja en un
laboratorio.
—Escucha, no
le va a hacer daño —me dijo dos días después—, pero no se lo des más: es quina
Santa Catalina.
—¿Y eso qué
es?
—Pues un
tónico de los de antes, uno más viejo que el hilo blanco y que abre el apetito.
Hice una
mueca de disgusto:
—Joder. Si
ya hemos probado con tónicos y no han funcionado…
Llegué a
casa desolado. Todo había sido un timo disfrazado de milagro. Ya no sabíamos
qué hacer, porque, en cuanto pasaran dos o tres días, aquella «magia» no iba a valer
para nada, como había sucedido con los otros tónicos…
Hasta que
apareció por casa una abuela del barrio.
—Pero bueno
—dijo con esa paciencia que solo tienen las abuelas—, ¿y no habéis probado a
darle aceitunas machacadas de Jaén?
Carmen y yo
nos miramos. No, no lo habíamos probado.
—Es que los
padres de hoy día no tenéis ni idea de lo que les gusta a los críos.
Esa noche,
la niña cenó aceitunas machacadas. Se las comió con unas ganas que no le
veíamos desde hacía meses. Al día siguiente pidió más.
Desde
entonces, en cada comida había unas aceitunas machacadas para cuando terminara
su plato. Como premio, como recompensa, como magia.
Y desde
entonces nuestra hija nunca más ha dejado de comer. ¡Y pensar que me iban a
sacar quinientos napos…!
©
Guillermo 03.02.25
Este relato está basado en hechos
reales, aunque tiene numerosos elementos de ficción
Comentarios
Publicar un comentario