IGNORANCIA Y DOLOR
IGNORANCIA Y DOLOR
Comencé a levantarme tarde, inventando
palabras que brotaban espontáneamente, como la de «muermanidad», una combinación
de «muerte», «hermana» y «soledad». En ella resumía el sentimiento que me asfixiaba
al haber quedado “huérfana de mi hermana”.
Durante semanas, sumida en mi muermanidad por Lisa, me olvidaba
de cuidarme y dejaba que el sol naciera y muriera detrás del toldo del balcón,
siempre con la taza de poleo en mis manos temblorosas, con las cejas arrugadas
y vestida únicamente con un camisón. Jaime insistía en que me arreglase, que saliera,
que viese a mis amigas. Pero es que él, que escapaba a trabajar en cuanto podía,
no tenía ni pizca de muermanidad, porque Lisa solo era su cuñada; nunca había
llorado en sus brazos. Nadie me había abrazado jamás como lo hacía mi hermana en
vida, ni siquiera el mismísimo Jaime.
Sicu…, bueno;
Sicu era distinto. En cuanto venía del cole, se plantaba frente a mí y
me decía que no se iba a mover hasta que no le sonriera un poco, aunque solo
fuera un poquito. Después de intentarlo en vano, se marchaba a hacer los
deberes y yo le daba un par de besos vacíos porque mi pena no me permitía otra
cosa. Me consumía la vergüenza de saber que les había contado a sus amigos lo
que me estaba pasando. ¿Qué pensarían los críos de doce años de que una madre
estuviera todo el día sentada, escuchando el reloj del salón, ajena al mundo
por completo?
Dos meses después de que enterrásemos a Lisa, desperté con un
dolor punzante en la cara y la cabeza a punto de estallar. Aguanté como pude un
par de días a base de aspirinas, pero no mejoraba. Al final, Jaime me convenció
para ir al médico. «Parece sinusitis», me dijo el médico en cuanto le conté mis
síntomas y me envió a que me hicieran radiografías.
A mediodía, con el informe en la mano, mientras estábamos
comiendo los tres en el salón, les pregunté:
—¿Queréis que os lea lo que ha escrito el radiólogo?
Aquel fue uno de los peores momentos de mi vida. Leí el
maldito papel redactado en mediqués, como yo llamo a la jerga médica, y llegué
a las palabras «inflamación de los senos paranasales». Sicu, al escucharlas, soltó
una carcajada, incapaz de contenerse. Me miró al pecho y cerró los ojos,
desternillándose. Siempre he estado acomplejada por tener demasiado pecho, pero
hace años que creí haber superado el mote de «tetona» que me pusieron en el
instituto. Ahora, la risa de mi propio hijo me golpeaba de repente, hurgando en
las viejas heridas.
Jaime me miró, alarmado, porque comprendió que Sicu no medía
la profundidad de su burla involuntaria. «Es por ignorancia», me dije, cuando recuperaba
el aliento y secaba el sudor de las palmas de mis manos. «No se imagina el daño
que me está haciendo».
Busqué en vano una nueva palabra que diera forma a mi sufrimiento:
«odiojo» sonaba demasiado crudo, «resentiniño» demasiado cruel… Pero tuve que
soportar una pena mucho más fuerte que mi muermanidad. Un dolor que me salía de
muy dentro, para el que no hay medicina en el mundo. El dolor de una madre que,
durante un instante, deseó la muerte de su hijo. Luego lo rechacé, por descontado,
pero la primera reacción fue la de odio y aborrecimiento hacia Sicu al sentirme
ridícula y pensar que se burlaba de mí.
Al día siguiente, sucedió la tragedia. Al venir del cole, un
borracho con su maldito camión mató a mi Sicu. Con el alma totalmente vacía,
recordé que veinticuatro horas antes le había deseado yo misma la muerte por mi
inseguridad y porque su ignorancia lo había llevado a reírse de mí.
Nadie puede imaginarse el dolor que siento desde entonces.
© Guillermo Arquillos 03/04/2024
Relato de la semana en el grupo de escritura creativa de la editorial las Cuatro Hojas.
Original e imaginativo, y me gusta esa faceta de inventora de palabras ¿quién no la ha tenido?. Sorprende, amigo Guillermo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Blas.
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