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De pronto, la verdad

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  DE PRONTO, LA VERDAD Se levantó de la mesa, miró a su padre y se marchó a la cocina. Tenía una mancha de sangre entre los dedos y necesitaba apoyarse en la encimera y buscar aire porque sentía que en el salón no había oxígeno y porque su padre le acababa de preguntar por su madre. Él, como siempre, le había respondido con lo de la tía Elvira. —Ay, Dios mío, ¿qué va a ser de papá? —sollozó. Volvió a marcar el número de Enriqueta. De nuevo el buzón de voz. Tomás era un tipo alto, con cuerpo de dinosaurio recién comido y brazos como sogas de amarrar buques. Pero sabía llorar. Su hermana Enriqueta, antes de largarse con el equilibrista, le decía casi a diario que los hombres son tan estúpidos que no saben ni llorar. ¡Qué poco lo conocía! Meses después, llegó la enfermedad a la cabeza de su padre y, aunque avanzaba muy despacio, Tomás fue aprendiendo a soltar lágrimas en la cocina. La vida se le había puesto tan gris que se había ido entrenando en el difícil arte del llanto si...