Apretar un botón
Apretar un botón La última vez que vi a mi madre de pie, me regaló una sonrisa triste, un beso breve y me dijo «adiós, hija» en voz baja. Yo me quedé en el pasillo, sin saber qué hacer con las manos, mirando la puerta de su dormitorio y oyendo cómo corría el pestillo desde dentro. Al cabo del rato, empecé a dar golpes desesperados y grité, pero nadie abrió. Yo tenía doce años y, esa tarde, mis tíos me colaron en el hospital para que me despidiera de ella. Todavía estaba viva, si es que se puede decir eso de alguien que se había tirado desde el sexto piso y tenía el cuerpo destrozado. Mientras nadaba en un lago de tubos y sueros, se olvidó de sonreírme. O quizá es que no pudo. —Tenemos que salvarla —le dije a mi tío, poco después, en la cafetería. Su cara hizo una mueca extraña que no consiguió controlar. Nunca la he olvidado. Ahora comprendo que la familia ya había decidido que no merecía la pena que mamá siguiese sufriendo, que ya había tenido bastante con los t...