La hija del juez
LA HIJA DEL JUEZ La señorita Eugenia maneja la silla de ruedas con tanta elegancia como la que muestra bebiendo té en la taza de porcelana. Mira a los ojos del hombre para comprobar que no hay ni un pequeño rictus de duda, deja la foto del crío en la mesa —no quiere ni rozar sus dedos— y se quita el guante de la mano izquierda. El que le sirve para no dejar huellas dactilares. La señorita Eugenia está dispuesta a pagar una millonada —«cueste lo que cueste», ha dicho— para que se restituya la justicia, su justicia . Su padre era juez y ella sabe —«porque papá lo repitió muchas veces, al calor de la chimenea»— que, con frecuencia, las leyes son un estorbo para la verdadera justicia , la que debe dar «a cada uno lo suyo» —como decía papá—. —¿Estás completamente seguro? Mira, que no quiero confusiones… —insiste doña Eugenia. —Tan seguro como de que el sol sale por el Este, señorita. Solo un Chevrolet ha ido al taller por un bollo desde hace mucho. Este chaval que l...